Mientras jugaba una “chamusca” con mis amigos, los veía saludarse a la puerta del templo, impecables, no había sonrisa en su rostro, tampoco eran muy amables, pero su facha y forma de moverse aparentaba una vida santa e inmaculada. Aunque nos veían allí todas las tardes, no recuerdo que se acercaran a saludarnos o a invitarnos a pasar. Alguna vez los escuché hablar en sus reuniones, dirigir sus oraciones y hasta llegué a pensar “ellos tienen un nivel de conexión celestial”, sin duda, tenían una vida perfecta, sin problemas y 24 horas del día en oración y ayuno o algo parecido. Yo tenía catorce años y estaba roto, desolado, necesitaba encontrar una solución a mi caos. Fue cuando un vecino se acercó para invitarme a una reunión en su casa, él no se veía como los otros cristianos, no hablaba como ellos y tampoco se vestía como ellos, era diferente , se veía menos santulón y sobretodo se acercó para hablarnos y bromear con nosotros un poco. Aquella noche, en esa sala humilde pero cálida,
El golpe del martillo en la madera fue su compañero durante muchos años. Estaba haciendo lo que se le ordenó, aún cuando las personas alrededor lo veían con rareza, “está loco” decían “¿quién hace esas cosas en este tiempo” murmuraban. Los amigos lo habían abandonado, por lo menos ninguno de ellos se sumó a la tarea. Mientras sonreía con cierta ironía, en silencio se decía: “Es cierto, a veces creer es más difícil cuando te ves solo, pero ¿quién quiere golpear madera y creer en lo que se me ordenó?” . Convencido estaba, “trabajo y creo en algo verdaderamente grande”, repetía. Algunas veces pensó en dejar el martillo y el serrucho, estaba abrumado, y aquella pregunta lo atormentaba ¿será que en verdad sucederá? ¿En verdad Dios cumplirá su Palabra? Y la madera recibía algunas primeras gotas que venían de sus ojos. Después de tanto trabajo y de tanta espera, aquella mañana se levantó y vio cómo el cielo se llenaba de una nubosidad diferente y con ella comenzaron a caer gotas inesperadas